VOLUMEN 6, Nro. 12 / JULIO-DICIEMBRE 2024
ISSN: 2708 – 6631 / ISSN-L: 2708 - 6631 / Pp. 55 – 70
Por qué convertir maestros de escuela en doctores en educación
Why turn school teachers into doctors of education?
Juan Carlos Echeverri-Álvarez
https://orcid.org/0000-0001-9577-468X
Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia
Recibido 2 de abril 2024 | Arbitrado: 10 de abril 2024 | Aprobado 28 de abril 2024 | Publicado 03 de julio 2024
DOI: https://doi.org/10.61287/propuestaseducativas.v6i12.4
RESUMEN
Se presenta la propuesta de un doctorado en educación cuyos aspirantes son, en porcentaje creciente, maestros de la básica y la media. Con este aumento la pregunta es por la pertinencia de convertir maestros de escuela en doctores en educación. El Programa muestra la necesidad de empoderar a la pedagogía como un saber práctico que no solo reflexiona la enseñanza, sino que dice verdad sobre los niños en la cotidianidad escolar, y actúa en relación con esa verdad enunciada; Además, muestra que ello puede hacerse con maestros doctores y doctores maestros, esto es, maestros en ejercicio que adquieren el gesto productor de conocimiento, y profesionales de otras ciencias que obtienen identidad pedagógica. Se concluye, sin embargo, que este empoderamiento de la pedagogía por vía de la formación doctoral solo es posible si se formulan políticas publicas educativas que les otorgue a los doctores una posición efectiva en la escuela.
Palabras clave: Maestros-doctores; Pedagogía; Doctorado en educación; Tacto pedagógico
ABSTRACT
The proposal for a doctorate in education is presented whose applicants are, in an increasing percentage, primary and secondary school teachers. With this increase, the question is about the relevance of converting school teachers into doctors of education. The Program shows the need to empower pedagogy as a practical knowledge that not only reflects on teaching, but also tells truth about children in daily school life, and acts in relation to that stated truth; Furthermore, it shows that this can be done with master doctors and master doctors, that is, practicing teachers who acquire the knowledge-producing gesture, and professionals from other sciences who obtain pedagogical identity. It is concluded, however, that this empowerment of pedagogy through doctoral training is only possible if public educational policies are formulated that grant doctors an effective position in the school.
Keywords: Teachers-doctors; Pedagogy; Doctorate in education; Pedagogical tact
INTRODUCCIÓN
En las educaciones Básica y Media es fácil comprobar la existencia de inclusiones abstractas y de exclusiones concretas. Ser docente de escuela produce cierta exuberancia discursiva sobre la profesión más importante del mundo; además, se recuerda con grandilocuencia que la educación básica pone lo fundamental de la formación, por tanto, en ella se deben desempeñar los mejores docentes. Sin embargo, los maestros son tratados en la sociedad de modo opuesto a lo que podría esperarse de tanto discurso laudatorio: frente a cualquier problema sociocultural, o por alguna demanda laboral del gremio docente, se les enrostra su supuesto déficit intelectual y el servilismo de su enseñanza a un método que les aleja de la producción de conocimiento; además, se convierten en el blanco de emprendedores que les acusan de matar en la infancia la posibilidad de innovación y de creatividad; y, criminales consumados, también son blanco de literatos convertidos en pedagogos que les acusan de matar en los niños el deseo de leer y, correlativamente, de producir un profundo aburrimiento de escuela (Robinson, 2015, Gallagher, 2009).
Esta ambigua “condición maestro” también se hace notar en la formación de formadores en los niveles avanzados. Cuando los maestros insinúan la intención de hacer doctorado las suspicacias se evidencian en preguntas que dejan translucir desobligantes prejuicios: ¿para qué quiere hacer doctorado un maestro de escuela? ¡para ascender en el escalafón docente!, es la respuesta sin atenuantes; adicionalmente, si tienen la osadía de matricularse en un programa que los acoge, se cierne sobre ese ingreso una doble sospecha: ora sobre las capacidades efectivas del maestro para este nivel de formación, ora sobre la rigurosidad científica de un doctorado que matricula maestros. Así mismo, se considera que si un maestro cursa doctorado de modo satisfactorio su lugar natural de desempeño deja de ser la escuela: posiblemente nunca lo fue y, por tanto, estuvo en ella con un inconfeso malestar de lugar equivocado con consecuencias negativas para su salud física y mental, y con efectos de mayor deterioro para la escuela.
Esta contradicción ha sido intervenida, en Colombia, por ciertas elites intelectuales universitarias con batallas por el empoderamiento social e intelectual del maestro en las cuales se ha reclamado para la profesión docente la propiedad de un saber, la pedagogía, y se ha intentado convertir al maestro en investigador e intelectual (Ossa y Suárez, 2013). Con el influjo de estos discursos, los entes gubernamentales han ido posicionado a los maestros en programas y propuestas de formación como eje fundamental de la calidad educativa (García y otros, 2014). En esta exuberancia de prácticas y de discursos emergen políticas públicas que fomentan la formación doctoral de los maestros: se generan incentivos, se establecen becas, se estimula la formulación de tesis en relación con las necesidades de territorios, localidades e instituciones (Colombia, 2024). Con todo ello, lo tangible, por su inmediatez, es que en la estela de estas políticas a escala nacional comienza el aumento sistemático de maestros convertidos en aspirantes, en estudiantes y en egresados de los doctorados.
Entre inclusiones y exclusiones se acelera la constitución de una masa crítica de doctores con desempeño en la escuela. Con esta evidencia irreversible de maestros con formación doctoral los prejuicios parecieran aflojar, pero solo para dar paso al aumento de perplejidades impelidas a preguntar ¿por qué transformar a los maestros en doctores? ¿qué se gana y qué se pierde con ello? y, aunque se caiga en el tono discriminador que se denuncia, esa misma perplejidad exige preguntar ¿es realmente posible hacer esa transmutación de maestros en doctores? ¿existen pruebas empíricas del mejoramiento de la calidad educativa con el ingreso de doctores a la escuela? ¿se justifica el gasto público en la formación de maestros como doctores?
El artículo, primero, hace una reflexión sobre los imaginarios y la legalidad vigentes en torno a lo que son y se supone que deben ser los doctorados; luego, presenta la propuesta formativa del doctorado en Educación de la Universidad Pontificia Bolivariana, en términos de maestros-doctores y doctores-maestros; a continuación, invirtiendo un presumible orden lógico, responde a la pregunta central para que las respuestas otorguen inteligibilidad a la propuesta formativa presentada; por último, hace un balance general de los argumentos para resaltar su objeto y objetivo.
1. De Inercias e imaginarios
Una anécdota para iniciar: como director del Doctorado en Educación de la UPB, en conversaciones con directores de programas afines en las cuales se espera presentar el programa propio por sus características diferenciadoras, curiosamente si alguien se extiende en esos diferenciales, y demora el arribo al lugar común que une solidariamente a los doctorados, los gestos se tornan impacientes, como si no se pudiese controlar la ansiedad de increpar al interlocutor con un: -“¡di lo tuyo, por fin di lo tuyo!”. Para calmar las angustias, el increpado suprime las dimensiones pedagógicas, éticas o estéticas de su doctorado para anunciar con solemnidad: -“formamos investigadores con los más altos estándares de calidad científica y académica”. Esta declaración relaja el ambiente: ya se puede hablar de cosas serias, o de banalidades, sin que haya temores por enfermizos programas infiltrados en el sistema educativo.
La anécdota tiene la intención de desatar la reflexión sobre la concepción imperante de doctorado. En Colombia esta comporta un imaginario defensivo que hace difícil emprender cualquier argumento sin repetir el leitmotiv de los altos estándares de cientificidad. Lo cierto es que, como decía Borges, “lo verdaderamente nativo puede prescindir del color local”, prueba de ello estaba en una cita de Gibbon según la cual: “en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos”; para Borges “si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe” (Borges, 1996). La calidad, en los doctorados, es como los camellos en el Alcorán: tiene que estar siempre presente, aunque no se nombre de modo reiterado. Por tanto, tendríamos que desconfiar más de su invocación pertinaz que de una modesta presencia en los argumentos utilizados para demostrar la vigencia e importancia de un programa particular.
La obsesión por el “fetiche de la calidad” (Queenan, 2008; Hernández-Navarro, 2013) es, en parte, efecto de un discurso con origen en los doctorados clásicos que han dejado como herencia una imagen de rigurosidad tortuosa mediante la cual se lograban cimas imposibles de escalar para la mayoría de las personas y, por tanto, imaginario de un diferenciador que formaba élites: el cierre heroico y elitista de la trayectoria académica e investigadora. Al asumir ese recuerdo ilusorio, más o menos distorsionado, se juzga defender la ciencia misma y, además, se cree poseer lo que el discurso defiende con vehemencia. Pero los tiempos han cambiado, y con ellos cambian las percepciones: es menester reconocer las olas de oferta y demanda donde se mesen los doctorados para tomar significados distintos según la universidad, el sistema educativo y el país que le da su aprobación para producir efectos educativos, pedagógicos y sociales (Yazdani, y Shokooh, 2018). Macedo, 2017, Koerner y Mahoney, 2005).
En Colombia los doctorados modernos tienen una corta historia que aquí se convierte simple esquema legal. El Decreto 080 de 1980 estableció los requisitos a cumplir por los establecimientos de Educación Superior. Eliminó el título de doctor común, a todas las profesiones, para otorgarlo solo a los que acreditaran este nivel de alta calidad académica sustentada en la investigación. Durante la última década del siglo XX, y la primera del siglo XXI (Ley 30 de 1992 y Ley 1188 del año 2008) se establecieron los requisitos y procedimientos para la creación de programas de doctorado en el país. Aunque desde la temprana fecha de 1932 hubo doctorado en educación en la Facultad de Educación de la Universidad Nacional, es apenas con el Decreto 585, del 26 de febrero de 1991, que se crean doctorados en educación sustentados en la investigación científica. Con la Ley 30 del 28 de diciembre de 1992, se definieron las condiciones de los programas de doctorado, así: Artículo 13. Los programas de doctorado se concentran en la formación de investigadores a nivel (sic) avanzado tomando como base la disposición, capacidad y conocimientos adquiridos por la persona los niveles anteriores de formación.
El Decreto No. 1001 de 3 de abril de 2006, en el capítulo IV. Artículo 7 establece que: El doctorado es el programa académico de posgrado que otorga el título de más alto grado educativo, el cual acredita la formación y la competencia para el ejercicio académico e investigativo de alta calidad. Y el artículo 8 agrega: Los programas de doctorado tienen como objetivo la formación de investigadores con capacidad de realizar y orientar en forma autónoma procesos académicos e investigativos en el área específica de un campo del conocimiento. Sus resultados serán una contribución original y significativa al avance de la ciencia, la tecnología, las humanidades, las artes o la filosofía. el Decreto 1295 del 20 de abril de 2010, establece en su artículo 25, que:
Un programa de doctorado tiene como propósito la formación de investigadores con capacidad de realizar y orientar en forma autónoma procesos académicos e investigativos en un área específica del conocimiento y desarrollar, afianzar o profundizar competencias propias de este nivel de formación. (MEN, 2010, p. 12; CNA, 2010, p. 6).
Esta legalidad tendría que invertir las prioridades sin restarle fuerza a sus componentes: más que pensar en el proceso formativo para alcanzar una calidad postrera, pensar una formación intrínsecamente de calidad que se verifique en los perfiles prometidos para la transformación de los estudiantes y de su entorno. A diferencia de la calidad, la formación no puede ser los camellos del Alcorán. Por ser programas de enseñanza se ha creído que en ellos la formación es evidencia que no se nombra, pero sucede que cuando ésta se invoca no responde, y no puede responder porque hace tiempo se ha ido de los objetivos doctorales. Hay que valorar la norma por su exigencia de calidad, pero sobre todo insistir en que en ella también debe enfocarse la formación doctoral desde una perspectiva pedagógica de contacto, es decir, de relacionamiento. Es por esta necesidad actual, y la potencia que trae aparejada, que el Doctorado de la UPB piensa insistentemente en la formación de maestros-doctores y de doctores-maestros.
2. El doctorado en educación de la UPB.
El Doctorado en Educación de la UPB goza de una sana infancia (2018), pero sus fundamentos tienen la edad de una propuesta decantada en muchos años formando escolares, licenciados, especialistas y magísteres. El Doctorado es consecuencia directa de esta tradición, y de la evidencia cuantitativa ya señalada: a escala nacional el número de los titulados en maestrías viene creciendo de manera significativa, y con ello crece también el porcentaje de aspirantes a los programas doctorales en educación. Este crecimiento de la oferta y de la demanda (Sarrico, 2022), aunque se asume como una oportunidad de desarrollo, también es visto por los más ortodoxos como un peligro que exige formas de inmunización para mantener la sana exclusividad doctoral: el aumento de magísteres en el país no justificaría, según estas posiciones, aceptar un número similar de estudiantes en doctorados porque tal cosa sería prueba de una tendencia a bajar las cotas de exigencia científica que algunos creen custodiar.
La propuesta de la UPB no se presenta como un manifiesto de cierta hybris académica que podría, frente al aumento progresivo de la demanda, aprovechar la exclusión de aspirante como prueba de calidad. Por el contrario, la propuesta es el trabajo sereno de pensar en la totalidad del sistema: en las personas formadas, en las condiciones de los magísteres en educación, en las expectativas de profesionales que ven la docencia como un espacio para transformar a la sociedad, en los conflictos de las instituciones educativas, en el compromiso con la paz total del posacuerdo. Todas estas cosas son expresión de realidades que exigen Tacto Pedagógico, por tanto, al Doctorado no le es suficiente el mantra de la calidad: requiere concretar lógicas de formación de ese Tacto para constituir un pensamiento situado de los maestros en la escuela.
Estas consideraciones con fundamento inclusivo forzaban la pregunta ¿se debía renunciar a formar a los maestros en doctorado por falta de condiciones óptimas o, por el contrario, se tendría que asumir el reto de desarrollar el germen heurístico que las maestrías depositan en ellos? La conclusión a la cual llegábamos era que, de frente a la situación del país y a las demandas crecientes de la sociedad, el doctorado era una necesidad evidente, pero para que fuera aceptado tenía que ser pertinente e innovador, es decir, portar diferencial demostrable, viable y operativo para lograr la formación prometida y tener los impactos esperados en las instituciones. Por eso se optó por la formación de maestros-doctores y de doctores-maestros.
3. Maestros-doctores y Doctores-maestros
El Doctorado articula problemas, contenidos, indagaciones y contactos académicos con el propósito de transformar a los maestros para impulsar los cambios que requiere el sistema educativo. Doctores cuya forma de relacionarse con su práctica pase por la secuencia: problematización, investigación, escritura e intervención. Doctores productores de conocimiento con capacidad de pertenecer, permanecer y transformar el campo de la educación y de la pedagogía en Colombia, sin desatender su adscripción histórica a la escuela” (Echeverri-Alvarez, 2018). Esta declaración programática del Doctorado, para algunos pueda parecer retórica, pero es una idea verdadera, porque, como decía Kant (2003): “una idea no es otra cosa que el concepto de una perfección no encontrada aún en la experiencia” (p.33).
Verdadera porque la estructura curricular del Programa fue diseñada con la intención de formar maestros-doctores y doctores-maestros. En el caso de maestros-doctores, el diseño está direccionado a que los docentes construyan una mentalidad adecuada de su función como agentes productores de conocimiento educativo y pedagógico para la transformación de los sujetos, los saberes y las instituciones. Maestros que reconocen lo que da qué pensar en relación con los sitios y las situaciones educativas concretas, y con la significación y fines de la educación en su presente y en su lugar de desempeño (Heidegger, 2005; Echeverri-Alvarez, 2012). En el caso de doctores-maestros, el diseño curricular permite construcción de una identidad pedagógica para quienes, venidos de otras disciplinas, se doctoran en educación. El doctor en Educación de la UPB reconoce los diversos escenarios educativos y pedagógicos, entre ellos la Educación Básica y Media, como su espacio natural de desarrollo profesional y académico.
Un maestro-doctor convierte su formación en batallas por la infancia para ponderar los requerimientos a veces tendenciosos, incompletos o interesados de la psicología. Docente que reconoce en la pedagogía una forma de problematizar la escuela y, por tanto, docente que deja de ser un consumidor de cualificaciones, para convertirse en investigador, es decir, en quien explica, desentraña y extraña los fenómenos de la educación y de la escuela. Un doctor-maestro deja de pensar la escritura de una manera solipsista, para convertirse en etnógrafo educativo que cada vez observa mejor los sitios y las situaciones de la educación; que piensa en los demás y se preocupa por obtener el tacto pedagógico que le incline a convertir toda situación educativa en un acto pedagógico que favorezca al otro (Kenklies, 2023; Sipman Et. al, 2019; Van Manen, 1998). El maestro-doctor encuentra el gesto productor, porque posee el gesto pedagógico; el doctor-maestro, encuentra el gesto pedagógico porque posee el gesto productor. Ambos gestos se potencian recíprocamente en la actividad diaria de la escuela.
Es diferente formar maestros-doctores y doctores-maestros. En los primeros la transformación busca el estado mental de un quehacer que necesita este nivel de formación para potenciar las preguntas, las prácticas y las explicaciones; en los segundos, más difícil quizás, se requiere una transformación que convierta un profesional “aterrizado en la docencia”, en un maestro con pensamiento situado y tacto pedagógico. En Colombia parece descuidarse esta diferencia y todo el proceso formativo se engloba reiteradamente en una mera promesa de calidad que se convierte en obsesión-docente que, en vez de beneficiar a la escuela y sus procesos, aísla a los doctores en una orfandad frustrante porque no llega a instituciones que no le acogen, sino que lo consideran extraño. Doctores-maestros y maestros-doctores tienen que formarse en el tacto pedagógico para sus estudiantes les reconozcan como doctores no solo por la categoría en Minciencias, sino por la cadencia del trato, la suavidad constante del tono y la evidencia de la reflexión bien referenciada sobre las realidades de la cotidianidad educativa.}
4. Por qué transformar maestros de escuela en doctores en educación
Para llegar a la propuesta acabada de bosquejar era necesario atender a la pregunta que da título al artículo y al apartado. Al hacerlo, era notorio que todas las respuestas quedan articuladas a una reflexión pendiente sobre la pedagogía. Veamos algunas de ellas. Uno, porque es la posibilidad de convertir en realidad verificable la invocación hasta ahora vacua de poblar la escuela con los mejores de cada campo de conocimiento (Cuevas, 2014). Si el doctorado es el más alto nivel de formación, habría que confiar en que efectivamente los doctores son los mejores, y tendrían que comenzar a producir cambios en las instituciones (Echeverri-Alvarez, 2016); el cambio más obvio es la llegada misma de estos doctores a la escuela, y, con esa llegada se generan otras transformaciones, positivas y perversas, pero todas deberían estar encaminadas a producir, a largo plazo, la mutación del formato escolar a fuerza de constantes proyectos de investigación, de escritura publicable e intervenciones intencionadas.
Dos, porque a la escuela llegan los problemas más acuciantes de la sociedad, y si en ella se requieren expertos para enfrentarlos, en la escuela se requieren maestros con un diferencial enfocado en dar respuestas especializadas a la dimensión escolar de esas problemáticas (Tian and Zhang, 2022). Al arribar a la escuela los problemas de la sociedad se presenta un fenómeno enigmático: en la sociedad los problemas se prolongan sin dolientes comprometidos con soluciones mediatas; en la escuela adquieren categoría de “realidad aumentada”, y con su visibilidad llegan acusaciones por la incapacidad para darles trámite efectivo dentro de los muros institucionales. Cuestionamientos que portan la impotencia de los encargados de enfrentarlos social y políticamente. Hipotéticamente con doctores-maestros sería más fácil su abordaje en la escuela con beneficio para la sociedad (Siljander, Kontio and Pikkarainen, 2017).
Problemas complejos como violencias, conflictos, discriminación, nuevas identidades sexuales, destrucción de la familia tradicional, drogadicción, depresión, suicidio, pobreza, entre otros, se pretende que sean asumidos por maestros sin más formación que la licenciatura. Cuánto dolor se evitaría a los niños, a las familias, y a los mismos maestros, si enfrentar estos problemas no fueran solo otro encargo del estatuto docente, sino la responsabilidad de maestros-doctores y de doctores-maestros con comisión, recursos y políticas encaminadas a posibilitar que efectivamente lo hagan. Existen muchos maestros mal formados para afrontar estas cuestiones. Frente a ellas quedan desnudos con sus creencias, prejuicios y valores y, muchas veces, en vez de soluciones se convierten en parte activa de la problemática misma, o la problemática se convierte en un factor de estrés y de enfermedad para ellos (Narváez y Vallejo, 2021). En relación con las sexualidades, por ejemplo, sus disrupciones tendrían que ser tramitadas por maestros-doctores que las reconozcan como problemático objeto de investigación, y de forzosa intervención con tacto pedagógico; que se exilien las satanizaciones nacidas en tradiciones pedestres y en atavismos recalcitrantes. La formación doctoral garantizaría el extrañamiento definitivo de esas satanizaciones (Shibuya, Estrada, et al. 2023)
Tres, los maestros tienen que ser convertidos en doctores en un sentido particular de la profesión docente. Si bien es importante formar profesionales idóneos en su campo para que encuentren en la escuela su realización profesional (profesionales no licenciados), la escuela también necesita maestros, normalistas y licenciados. Estos maestros deben tener la oportunidad de profundizar en los objetos de su campo de conocimientos como lo hace cualquier ciencia o disciplina. Así como un psicólogo, un arquitecto o un economista optan sin obstáculos por un doctorado en educación y llega a desempeñarse en la escuela, un maestro puede hacer doctorado en otros saberes para adquirir competencias y atender diversas problemáticas en esa misma escuela; pero también, y fundamentalmente, los maestros se deben doctorar en educación porque con él profundizan en lo que son y en lo que deben ser en relación con la institución y la sociedad. Los maestros tratan con personas, experimentan con ellas, las evalúan, se preguntan por lo que son, por lo que los hace felices e infelices, por lo que les impide aprender o socializar. Todos esos conocimientos tienen dimensiones que pueden ser reflexionadas y gestionadas por maestros-doctores.
Cuatro, los maestros tienen responsabilidad con la pedagogía, por eso requieren ser convertidos en doctores. Los maestros doctores deben emprender desde la escuela las batallas por la pedagogía (García y Vidal, 2021). Este tendría que ser el verdadero objeto de la formación doctoral. Esta obligación resume las otras razones para transformar maestros en doctores. En efecto, la responsabilidad de los maestros con la pedagogía conseguirá el empoderamiento social y académico de esta disciplina, de los agentes que lo portan y de la escuela que la acoge. Un agenciamiento que no se da por donación retórica de los intelectuales de la educación, sino porque es el instrumento cada vez más sofisticado de maestros que la utilizan para ver y pensar la educación y la escuela. Instrumento que sirve para decir palabras y producir acciones no solo sobre la enseñanza sino sobre las personas.
Lo que fue un trabajo fundamental, pero puede mirarse retrospectivamente como un error de enfoque, ha sido la intención en Colombia de empoderar a los maestros mediante artilugios históricos para otorgarles la posesión del saber de la pedagogía (Zuluaga, 1999). Una disciplina con un estatuto epistemológico dudoso, y que lleva más de cien años siendo desplazada en la educación y en la escuela por la psicología como la ciencia que dice verdad sobre la infancia (Molina-García, 2007). Por tanto, no hubo tal empoderamiento del maestro porque éste se intentó lograr con una herramienta enclenque, desvirtuada, y que produce más perplejidades que comprensiones en la sociedad, en los maestros y en los mismos intelectuales que la donaron a los maestros porque en parte no sabían qué hacer con ella (Zuluaga, 1999).
Convertir maestros en doctores corrige este error. El asunto no era partir de la pedagogía, (aunque se reconociera que esta “no es sólo un discurso acerca de la enseñanza, sino también una práctica cuyo campo de aplicación es el discurso”) (Zuluaga, 1999, p.10) con la pretensión de fortalecer a los maestros, sino empoderar a estos maestros, científica e institucionalmente, para que ellos revitalizaran la pedagogía como saber que dice verdad sobre la infancia y la escuela. Por revitalizar la pedagogía entiendo la posibilidad de que los maestros, con su formación doctoral, hagan por ella lo que otros hicieron por la psicología: sacarla de una dimensión estrictamente discursiva (Zuluaga, 1999), para hacerla operativa, demostrativa, analítica y con instrumentos de intervención que dicen verdad gracias a la eficacia de su método. No es tanto una práctica pedagógica sino una pedagogía práctica.
Doctorar maestros es propiciar que, desde la misma escuela, se de a la pedagogía contenido concreto y aplicable: que los maestros sean los que digan lo necesario sobre los estudiantes. Lo podrán decir si revitalizan la pedagogía por vía de la investigación como gesto adquirido en el doctorado. Maestros-doctores que rechacen la comisión de ser observadores para remitir la disrupción, la potencia y la vitalidad a una psicología con licencia para decir verdad sobre cada niño, individualmente, sin enfrentar grupos de modo constante en jornadas de multiplicidades complejas. Verdad de la psicología que conlleva patoligizaciones, medicalización y, correlativamente, estigmatización y aislamientos. En una escuela habitada por maestros-doctores y doctores-maestros circulará una pedagogía que no exige cuestionarios para reportar enfermos psíquicos, no diagnostica para excluir, y no medica calmantes para adormilar infancias, sino que vuelve a poblar la escuela de niños rumorosos. Niños que generan problemas, pero estos son bien gestionados por maestros-doctores, es decir, pedagogos que convierten las situaciones, por complejas que sean, en cotidianidad de escuela.
Un maestro-doctor puede otorgarle contenido, procedimiento y objetivo a una pedagogía práctica. La pedagogía puede seguir habitando el discurso, pero no solo para leer teóricas que direccionen la enseñanza mientras enmascaran la capacidad de acción de los maestros en otras esferas de la micropolítica escolar. En parte, por esa acción limitada a la enseñanza, es que, por ejemplo, cuando en la empresa, gracias a las modas de la innovación, dice no encontrar pedagogos según sus necesidades de vanguardia, lo que se evidencia no es un desfase en la formación de licenciados con la sociedad, sino que la empresa realmente no sabe lo que busca y nombra con esta palabra. Nunca pregunta qué es la escuela o qué sabe un pedagogo, sino que ella prescribe los conocimientos que deberían tener para ser operativos en la empresa (Quiles y Rekalde, 2021). Pero la escuela sí sabe que perfil requiere para gestionar la vida entre muros: requiere pedagogos. Así pues, es menester reiterar que la pedagogía práctica es responsabilidad de los maestros-doctores como una disciplina operativa y funcional que revitalice la profesión y encause el caudal escolar.
La labor esencial de los maestros-doctores es normalizar la escuela: esto es, resignificar la norma, pero, principalmente, lograr que las personas que la habitan sean percibidas como normales, y cada una de ellas sienta que efectivamente lo es. Una escuela donde las retóricas de la enfermedad mental no produzcan subjetividades enfermas, como condición y como pose, sino que el norte sea cada vez más un con-tacto productivo para llevar a la sociedad personas vitales, no medrosos individuos que utilizan, a veces, los burladeros de la psicología como escondrijos de responsabilidades adquiridas. Muchas veces los conflictos, los problemas emergentes y cotidianos de la escuela, que tendría que ser un trabajo pedagógico de un maestro-doctor, se agrava, se prolonga y se profundiza por las vías de una psicología que pareciera no comprender a la escuela.
No es imposible. El mismo recorrido que ha hecho la psicología para desplazar a la pedagogía en la escuela (Molina-García, 2007), tiene que hacerlo la pedagogía, pero en sentido inverso: una pedagogía operativa, empoderada por maestros-doctores portadores de la certeza de que lo que requiere la escuela, y demandan las infancias, es la potencia de maestros con capacidad de intervención, de investigación, de formular propuesta y de tomar decisiones. La escuela necesita más tacto pedagógico que neurociencia. Necesita maestros-doctores, no solamente profesionales que piensen que la clave de vida de esas personas está en un ilusorio mundo interior, sino en una vida que se teje entre relaciones diversas: mujeres, hombres, gustos, preferencias, colores, religiones, violencias, todo formando una comunidad que llamamos escuela. Una micropolítica para ser mirada desde diferentes perspectivas, entre ellas también la psicología, pero como una herramienta de una pedagogía empoderada en lógicas que conciernen a los maestros, y más concretamente, a maestros-doctores.
Cinco, el maestro tiene que ser doctor porque requiere cualificar el tacto pedagógico: que su buen trato con los otros mejore porque adquiere nivel superior. Si un maestro puede argumentar frente a una comisión evaluadora por qué su trabajo académico tiene nivel doctoral, debe ser capaz de demostrar que su trato con los otros está en vías de alcanzar un peldaño más: nivel doctoral de tacto pedagógico. En muchos casos el doctorado se convierte en elemento de alejamiento: cierta soberbia anclada en la titulación que inclina a enrostrarle a los demás los logros obtenidos y produce el efecto perverso en la enseñanza de maltrato sin necesidad, a veces involuntario, para mostrar que el propio camino estuvo lleno de dificultades. Muchas veces esta pose es en parte producida por las inagotables retóricas de la calidad, la investigación y la publicación. El tacto pedagógico tiene que equilibrar la excelencia académica con la excelencia socializadora.
En síntesis: los maestros deben ser transformados en maestros porque tienen la función, por un lado, de empoderar a la pedagogía como saber operativo de la escuela. La pedagogía solo puede ser práctica si es el resultado de continuas investigaciones, ensayos, experimentos y publicaciones de los maestros como observadores participantes de fenómeno escuela. Por el otro, los maestros doctores tienen que tener cada vez mejor tacto pedagógico para gestionar de mejor manera las subjetividades: ya no como búsqueda de un interior como vía de escape de la realidad, sino como relaciones cada vez más amplias y productivas. Hacer transitar otra vez la escuela hacia proyectos no de individuación sino de comunidad, de colectivos, de grupos.
5. Condiciones de posibilidad
En el Doctorado en Educación de la UPB las teleologías formativas se encuentran en equilibrio entre las evidencias comprobables de los perfiles con desempeños y acciones concretas (publicaciones, proyectos, creación de comunidades) y una zona un poco más lejana, una idea; pero una idea verdadera, como hemos expuesto. Parafraseando a Kant (2003), se diría que “el proyecto de formar maestros-doctores que empoderen a la pedagogía en la escuela como el saber que sabe de los niños, es un noble ideal, y en nada perjudica, aun cuando no estemos en disposición de realizarlo en el muy corto plazo”, pero “tampoco hay que tener la idea por quimérica y desacreditarla como un hermoso sueño, aunque se encuentren obstáculos en su realización”. Lo que se requiere es conjuntar estamentos para construir verdaderas condiciones de posibilidad de realización del ideal de una “Educación Básica Superior”, es decir, una escuela habitad por cada vez mayor número de maestros doctores.
Por ahora se le deja todo a la formación. Siempre las preguntas son ¿cómo la formación de magísteres y doctores transforma las prácticas escolares? Lo cierto, como lo hemos evidenciado en el Programa, es que por ahora los graduados salen de los doctorados con ánimos transformadores pero la inercia del formato escuela se encarga de frenear con vertiginosa rapidez esos ánimos. Así nos lo relatado algunos egresados:
“los maestros posgraduados pueden aportar, pero sus aportes son leídos por los directivos como modos de rivalizar con sus cargos por aportar ideas a los procesos escolares; además, los compañeros les estigmatizan por brindar nuevos proyectos que generan sobrecarga de trabajo. El maestro posgraduado va construyendo una coraza que le permite sobrevivir al sistema escolar: se cuida más de poner su voz y sus argumentos en reuniones pues termina con trabajos que se tendrían que realizar en equipo, pero que sus compañeros no desean realizar. Por tanto, hace lo que puede en su salón de clase y, poco a poco, olvida su deseo de ser académico” (maestra-doctora)
Es necesario, mientras se fomenta la formación doctoral de maestros, crear políticas de recepción en la escuela: que no tengan que defender o disimular su nuevo estatus, sino concentrarse en nuevos encargos en relación con la formación recibida. Por ahora, el formato escuela no es todavía el espacio de la realización de los doctorados: la resistencia requiere más tiempo para ser superada (Echeverri-Alvarez, 2016). Por eso el Programa de la UPB no solo tiene el compromiso de formarlos con una intención, una condición y una disposición, sino que emprende batallas para que las políticas públicas educativas no se limiten a financiar becas, sino en empoderar a esos titulados con condiciones reales para ejecutar proyectos, para ensayar prácticas, para publicar resultados.
CONCLUSIONES
La excelencia docente es una idea que no se puede impugnar como ilusoria porque todavía no se haya concretado en la realidad. El ideal sirve como acicate para que las políticas públicas no solo la demanden, sino que propongan caminos para ir aproximándose a esa meta. Una de las estrategias gubernamentales es comprobar la búsqueda de la calidad de los programas doctorales; exigencia que, en parte, desestima otras posibilidades de ser doctores en la escuela y en la educación. Hablar de maestrosdoctores y doctores maestros, no es disculpar la responsabilidad con la investigación que cada estudiante adquiere al ingresar a un doctorado. Esa responsabilidad no la mitiga la “condición maestro”, todo lo contrario, la debe potenciar; pero no como acto heroico de batallas posdoctorales en la escuela, sino porque llega a una institución en proceso de cambio para su más productivo estar en ella. Tampoco la crítica al fetiche de la calidad cumple con un propósito de aminoramiento frente a este compromiso, la calidad es un factor que debe imprimirse en los diferentes aspectos de la cotidianidad escolar y que porta sin grandilocuentes manifestaciones toda intervención pedagógica de un maestro-doctor.
La investigación es el destino inapelable de quienes se titulan en un doctorado. La diferencia formativa de nuestra propuesta, en el tacto pedagógico, es que no solamente se investiga por el mandato de los indexadores, de protocolos para aumentar indicadores personales e institucionales, ni por seguir las recomendaciones de expertos, de los cuales ya abundan, según las cuales para publicar en revistas q1 y q2 se deben buscar asuntos de moda que atraigan por su novedad; tampoco es amarar los argumentos, o retorcerles el pescuezo, para acomodarlos a la más reciente bibliografía porque también es un criterio de selección editorial y no porque sea la necesaria para discutir el tema largamente habitado. No es por esas cosas, aunque esas cosas son válidas y tienen su razón académica y económica de ser.
El maestro-doctor investigará muchas veces por otros motivos que le invitan a dejar en segundo plano la ansiedad de las citas en Google schoolar. Dicho de otra forma, renuncia sin nostalgias a que su voz tenga eco por fuera de la escuela y allende las fronteras. Lo hace así porque el maestro se ha acostumbrado, desde que se fundó la escuela, a que su rumorosa voz solo se escuche dentro de lo muros institucionales. Una vez doctor, también puede soportar, y quizás desear, que su investigación no sea una referencia más en los buscadores especializados, una estadística, sino que sirvan para reconocer situaciones, producir visibilidades, generar denuncias, propiciar cambios. En algunos casos estas urgencias pedagógicas requerirán la publicación en esas revistas indexadas, por supuesto, y el maestro-doctor reconocerá y atenderá de buena manera esta obligación, pero la búsqueda fundamental es la acción de un pensamiento situado.
Un gesto investigador capaz de intervenir los problemas evidentes, los de moda o los estructurales, pero también aquéllos que apenas se asoman, los que se esconden en la cotidianidad sin dejarse ver porque están siempre presentes. Un maestro-doctor que aguza el oído, la vista, el tacto, todos los sentidos, para extrañar la naturalización de los discursos y de las prácticas, y hacer visible y enunciable lo que no lo es y necesita serlo. En una escuela un investigador exógeno puede equivocar los sentidos de lo que allí sucede, si solo realizan algunas visitas planeada en una metodología: es la continua observación participante de los maestros la que se puede convertir en buena investigación en acción y en potencia de una mejor pedagogía.
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